ANTONIO CRUZ SUÁREZ. A DIOS POR EL ADN.¿Es Dios el mayor abortista? Hay muchas personas convencidas de que ciencia y religión son enemigos antagónicos e irreconciliables porque simbolizan la ancestral pugna entre el materialismo y los valores espirituales. A este grupo pertenecerían tanto las visiones ateas o materialistas contemporáneas –léase Richard Dawkins, Sam Harris, Christopher Hitchens o Daniel Dennett entre otros– como las teístas que interpretan literalmente la Escritura –sobre todo el llamado creacionismo de la Tierra reciente–. Pero también son bastantes quienes piensan que no existe contradicción entre ambas áreas del conocimiento, puesto que tratan de dimensiones diferentes de la realidad. Mientras la investigación científica busca la explicación correcta de todos los fenómenos naturales, las creencias religiosas se preocupan, más bien, del significado y propósito del universo, la vida y, sobre todo, del ser humano. En especial, de las relaciones entre el hombre y su Creador, así como de los valores morales que inspiran la vida de las personas creyentes. Se trataría, por tanto, de asuntos diferentes que no se superponen ni pueden contradecirse. Este segundo grupo sustentaría la concepción evolucionista teísta –mayoritaria en el mundo académico– que vendría representada también por algunos creyentes relevantes, tanto católicos como protestantes. En este sentido, se podría señalar al biólogo católico, Francisco José Ayala, así como al prestigioso genetista evangélico, Francis S. Collins. ¿Quiénes están en lo cierto, los que defienden el antagonismo radical o aquellos que no ven ningún conflicto entre la fe y la razón? Intentaré argumentar a favor de una tercera vía que, como en tantas ocasiones, equidista de los dos extremos. Veamos primero algunas manifestaciones interesantes al respecto. En el año 1961, el doctor Henry M. Morris, director del Instituto para la Investigación de la Creación, ubicado en San Diego (California), manifestaba lo siguiente: «(…) nos encontramos frente a una alternativa importante. Debemos aceptar ya sean las teorías corrientes de la paleontología, con una escala de tiempo inconcebiblemente inmensa para los fósiles antes de la aparición del hombre sobre la tierra, o debemos aceptar el orden de los acontecimientos conforme están establecidos con tanta claridad en la Palabra de Dios. Los dos puntos de vista no pueden ser verdaderos al mismo tiempo, como tampoco pueden serlo una antropología bíblica y una antropología evolucionista al mismo tiempo»[5]. Es decir, incompatibilidad absoluta entre las afirmaciones de la ciencia de los fósiles y el relato bíblico de Génesis. Ciencia (o interpretación de la misma) y religión serían antagónicas desde esta visión cristiana literalista. Habría, por tanto, que construir toda una cosmovisión bíblicocientífica separada de la ciencia oficial. Por su parte, el biólogo ateo, Richard dawkins, escribe: «La creación divina, sea instantánea o en forma de evolución guiada, se une a la lista de las otras teorías que hemos considerado en este capítulo. Todas muestran alguna apariencia superficial de ser alternativas al darwinismo, (…). Todas resultan, cuando se las inspecciona en detalle, no ser rivales del darwinismo, después de todo»[6]. En otras palabras, lo que el famoso divulgador afirma aquí es que la teoría darwinista de la evolución de las especies no necesita a Dios y, además, lo descarta como posibilidad real. ciencia y religión son interpretadas también como incompatibles pero desde la visión atea. Miremos ahora lo que opinan quienes no ven problemas entre ambas disciplinas. El doctor Ayala, científico evolucionista y ex-fraile dominico, afirma lo siguiente: «Los conocimientos científicos parecen contradecir la narrativa bíblica de la creación del mundo y de los primeros humanos. La astronomía describe el origen de los planetas, las estrellas y las galaxias de manera muy diferente a la narración del origen del mundo que se encuentra en el primer capítulo del Génesis. La biología nos enseña que las especies, incluyendo la humana, han evolucionado de otras especies, a través de períodos de tiempo muy amplios. (…) Por el momento, sirva citar al papa Juan Pablo II, quien afirma que la ‘Biblia nos habla del origen del universo y su creación, no para proporcionarnos un tratado científico, sino para establecer las correctas relaciones del hombre con Dios y con el universo’ y es solo con este propósito, añade el Papa, que la Biblia se expresa ‘en los términos de la cosmología conocida en los tiempos del escritor sagrado’»[7]. De manera parecida opina el médico protestante, Francis S. Collins, que fue director del Instituto nacional para la investigación del genoma humano: «Viendo de cerca los capítulos 1 y 2 del libro del Génesis, (…) este poderoso documento se podría entender mejor como poesía y alegoría que como descripción científica de los orígenes. Sin repetir esos puntos consideremos las palabras de Theodosius Dobzhansky (1900-1975), científico prominente que profesaba la fe ortodoxa rusa y la evolución teísta: ‘La creación no es un hecho que ocurrió en el 4004 a.C.; es un proceso que se inició hace unos diez mil millones de años y que se sigue desarrollando…’ ¿Choca la doctrina de la evolución con la fe religiosa? No. Es un error garrafal confundir las Sagradas Escrituras con textos elementales de astronomía, geología, biología y antropología. Solamente al interpretar los símbolos de la forma en que no se pretenden, pueden surgir conflictos imaginarios e insalvables»[8]. Pues bien, después de dejar perfilados los dos extremos de esta cuestión, observemos la alternativa central. La tercera interpretación a que me refiero surgiría de las posibles respuestas a los siguientes interrogantes: ¿Por qué no pueden ser verdaderos a la vez los dos puntos de vista que aceptan una edad antigua para la Tierra y un diseño del cosmos por parte del Creador? ¿Es cierto que los últimos conocimientos científicos contradicen la narrativa bíblica o, por el contrario, la corroboran? ¿Realmente resulta incompatible la explicación científica del origen del universo y el ser humano con lo que plantea la Biblia? ¿Es tan evidente hoy la idea darwinista del ancestro común para todos los seres vivos? El hecho de que el relato bíblico de la creación pueda responder a las cosmologías de la época y emplee términos propios de las mismas, ¿le resta credibilidad a su inspiración divina? ¿Hay solo poesía y alegoría en los primeros capítulos de Génesis o contienen también verdades fundamentales? Los partidarios del creacionismo de la Tierra antigua, así como muchos proponentes del Diseño inteligente, consideran que la ciencia no se opone a las grandes realidades reveladas en la Escritura, ni a la necesidad de un Creador omnipotente, sino que abre más bien las puertas de par en par a la posibilidad del mismo[9]. A la vez, se muestran sumamente críticos con los mecanismos propuestos por el darwinismo para explicar el origen de los seres vivos, ya que un proceso ciego y carente de propósito como las mutaciones y la selección natural no puede ser la causa de la información biológica, incluso aunque dicho mecanismo hubiera «aprendido» a guardar los éxitos azarosos de tales cambios acumulativos. Es imposible que el azar o la casualidad generen la información compleja que requiere la vida. Que el universo sea tan antiguo como propone la ciencia contemporánea no tiene por qué ser incompatible con la acción creadora de Dios. El orden de aparición de los principales elementos físicos que constituyen la corteza y biosfera terrestres, según el relato bíblico, coincide misteriosamente con las observaciones de la geofísica, la geología y la paleontología modernas. Tanto el Big Bang cósmico como el biológico, así como el surgimiento de los grandes grupos fundamentales de seres vivos según el registro fósil, encaja bien con aquello que a grandes rasgos afirma el texto revelado. El Génesis sigue una lógica natural sorprendente –tal como se remarcó en el capítulo anterior– para ser un texto pre científico tan antiguo y sin pretensiones empíricas. De manera que las ciencias –y no las interpretaciones ideológicas de las mismas– no deben considerase como enemigas de la revelación escritural, sino unas grandes aliadas en la búsqueda de la verdad. Por otro lado, el gradualismo darwinista está siendo cuestionado como consecuencia del descubrimiento de numerosos órganos y mecanismos irreductiblemente complejos que no pudieron haberse formado mediante pequeñas modificaciones graduales. Así mismo, la genética ha evidenciado que muchos árboles genealógicos, como el de las aves, basados en suposiciones filogenéticas darwinistas deben ser drásticamente revisados ya que no coinciden con la información contenida en el ADN. Y, en fin, aunque el relato bíblico de los orígenes pueda contener elementos culturales y simbólicos, esto no elimina en absoluto que siga siendo palabra revelada al ser humano de todos los tiempos. Me llama la atención que el doctor Ayala, en su intento de seguir defendiendo el darwinismo contra el Diseño inteligente, diga que el evolucionismo sería perfectamente compatible con el cristianismo, mientras que el Diseño inteligente no lo es. En su opinión, las múltiples imperfecciones que muestra el mundo, así como el sufrimiento y la crueldad, serían incompatibles con un Dios de amor, misericordia y sabiduría. Sin embargo, la teoría de la evolución explicaría mejor el mal del mundo ya que este se debería al torpe y azaroso proceso de la selección natural. El responsable del mal no sería Dios, sino la evolución. «Consideremos un ejemplo –dice–, el veinte por ciento de todos los embarazos abortan espontáneamente durante los dos primeros meses de la preñez. Me aterra pensar que hay creyentes que implícitamente atribuyen este desastre al diseño (incompetente) del Creador, con lo que le convierten en un abortista de magnitud gigantesca. (…) Por eso arguyo que la teoría de la evolución es compatible con la fe, mientras que el Diseño inteligente no lo es»[10]. Creo que Ayala se equivoca una vez más. No dudo que las propuestas evolucionistas puedan ser compatibles con la fe cristiana. De hecho hay millones de creyentes que se identifican con el evolucionismo teísta, sobre todo en el mundo católico[11]. Pero afirmar que el Diseño inteligente es incompatible con la fe en un Dios Creador porque le haría culpable de las imperfecciones y el mal natural, implica pasar por alto algunos inconvenientes importantes. El primero es de naturaleza teológica. ¿Es Dios el responsable del mal en el mundo, como dicen algunos ateos? ¿Fue diseñado el universo tal como es ahora o acaso las actuales imperfecciones se deben a la rebeldía humana contra su Creador? El segundo problema tiene un carácter de pura lógica. Si el cosmos fue creado mediante la evolución, el causante sigue siendo Dios. Pero Ayala parece sugerir que la divinidad no es responsable de los mecanismos evolutivos que habrían originado a todos los seres vivos de este mundo, incluidas las personas. Según el biólogo de la universidad de California, es como si tal Creador hubiera estado mirando durante millones de años hacia otro lado, cuando los animales se devoraban unos a otros y las distintas especies biológicas se extinguían en su lucha incesante por la existencia. Resulta innegable que en el guión darwinista la supervivencia de los más aptos es una historia de sangre y muerte. Aunque el Creador no dirigiera directamente los cambios evolutivos y estos fueran del todo casual debidos a las leyes naturales, resulta evidente que los habría tolerado. Sin embargo, Ayala sugiere que Dios se lavaría las manos como Pilato delegando responsabilidades en la diosa Selección Natural, que se convertiría así en la verdadera culpable del mal en el mundo. ¡Toda una teodicea evolucionista alternativa que ignora la doctrina bíblica de la Caída con la intención de exculpar del mal al dios darwinista y al ser humano! Decir que, si se acepta el Diseño inteligente, hay que suponer también que Dios sería «un abortista de magnitud gigantesca» –como afirma Ayala– porque mata cada año unos veinte millones de embriones humanos –ya que es sabido que el veinte por ciento de todos los embarazos abortan espontáneamente durante los dos primeros meses de gestación– es tan incoherente como afirmar que el Creador sería el mayor asesino en serie al permitir la desaparición de 56 millones de personas adultas cada año en el mundo por fallecimiento natural. Ayala no quiere aceptar que vivimos en un cosmos degenerado por el pecado humano, ni que la muerte entró en el mundo por la maldad del hombre, no por culpa de Dios. Sin embargo, aunque se hayan hecho muchos intentos por erradicarla, esta doctrina de la Caída se desprende claramente de la Escritura[12]. Como escribe el apóstol Pablo: «Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Rom. 5:12). Dios no es ningún abortista sádico que se complace con el sufrimiento y la muerte del ser humano. Es el hombre quien continúa matando cada día criaturas inocentes nacidas o por nacer. Sin embargo, el Creador que nos presenta la Escritura no desea que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento (2ª Pe. 3:9) y se vuelvan de sus malos caminos.
0 Comments
POR ÁNGEL LUIS GONZÁLEZ. TEOLOGÍA NATURAL. LAS CINCO VÍAS DE SANTO TOMÁS. 1 CONSIDERACIONES GENERALES. Santo Tomás, en Summa Theologiae I, q. 2, a. 3, expone cinco argumentos o caminos, que denomina vías, para demostrar la existencia de Dios. La formulación que realiza es una elaboración o sistematización a partir de demostraciones de otros autores (principalmente, Aristóteles, Avicena, Platón y San Juan Damasceno) profundizándolas con su síntesis filosófica original; en este sentido debe decirse que, aunque haya tomado diversos elementos de otros autores, son originales suyas, ya que él las dotó de la más grande profundización, por cuanto son aplicación de los principios de la metafísica del ser. Después de la sistematización llevada a cabo por Tomás de Aquino, las demostraciones de la existencia de Dios deberán tener en cuenta las pruebas tomistas, incluso aunque se las desfigure, o sean criticadas en algún punto o negadas completamente. Por ello, al final de la explanación de cada una de las vías, aludiremos a los autores más relevantes que han dado argumentos para demostrar a Dios o negar una prueba racional del Absoluto basados en la admisión o rechazo de las pruebas tomistas. El artículo en que Santo Tomás expone esos cinco procedimientos para remontarse hasta Dios es posterior a los que trata sobre la necesidad de la demostración de Dios (a. 1: an Deus esse sit per se notum), ya que su existencia no es evidente para nosotros, y de la posibilidad de la demostración (a. 2: an Deus esse sit demostrabile per effectus nobis notos). Ahora va a pasar a la demostración propiamente dicha. Las vías son demostraciones a posteriori que parten de diversos aspectos de la criatura en cuanto tal (efectos), conocidos por la experiencia, y se remontan a Dios como Causa. La sencillez de la exposición tomista no debe llevar a pensar que las vías no suponen suficientes conocimientos metafísicos. Por el contrario, cada paso de las argumentaciones está presuponiendo haber accedido a los puntos fundamentales de la metafísica: la estructura trascendental del ente, la doctrina de la participación, la causalidad predicamental intrínseca y extrínseca, y la necesidad de fundamentación de la causalidad predicamental por parte de la causalidad trascendental. Sin estos temas bien dominados, es difícil adentrarse en el estudio de las vías. Aquí no podemos explicar esos temas; sin embargo, si no se conocen bien, no se llega a captar la profunda raíz metafísica de la demostración, o peor todavía, se corre el riesgo de que a uno «no le prueben nada». Pero no es que no prueben: es que no se entienden o no se explican bien, porque no se han entendido o explicado los citados supuestos metafísicos. Indiquemos simplemente algunos puntos fundamentales. 1. El ascenso de las vías a Dios es un ascenso metafísico. No son deducciones matemáticas ni demostraciones físicas. 2.El ascenso metafísico hasta Dios tiene su inicio siempre en la consideración de las criaturas en cuanto entes causados que están reclamando una causa incausada. Entes causados acabamos de decir: sobre el ente y la causalidad se articulan las vías. Se trata del tránsito del ser (esse) del ente al Ser, Acto Puro de Ser, de lo participado al Imparticipado, de lo finito al Infinito. 3. El punto metafísico central de ese tránsito consiste en que una vez que el ente se nos ha manifestado compuesto o estructurado de esencia (lo que es) y esse (aquello por lo que es), inmediatamente debe surgir la pregunta de por qué un ente es. Pero el ser es el acto de todo acto, perfección de las perfecciones, lo que más inmediata e íntimamente conviene a cada cosa; luego su causa no podrá encontrarse en la causalidad predicamental. Ésta explica el fieri del efecto, pero no su esse; es necesario buscar la causa del esse, que se llama causalidad trascendental. Ahora bien, la causa del esse no puede radicar en la naturaleza del mismo ente, ya que entonces se produciría a sí mismo en el ser, lo cual es imposible: «No puede admitirse que el mismo esse sea efecto de la forma misma o quididad de la cosa; pues se seguiría que una cosa sería causa de sí misma y que alguna cosa lograría producirse a sí misma en el ser, lo cual es absurdo. Por consiguiente, es preciso que toda cosa cuyo ser (esse) es distinto de su naturaleza tenga el esse por otro. Y porque todo lo que es por otro se reduce a aquello que es per se como a su causa primera, resulta ineludible que haya alguna cosa que sea causa essendi para todas las cosas, por ser ella sólo esse». Y esta causa del esse no basta con que sea, sino que tiene que ser el Ser: Ser por esencia. 4. Como veremos, la causalidad de la que se habla en las vías es causalidad metafísica y no física: causalidad del ser y no causalidad de los fenómenos. 5. Antes de pasar al estudio de las vías conviene tener presente un principio, válido para toda la teodicea y que puede desprenderse del sed contra del artículo en que Santo Tomás explana sus cinco vías: en el ejercicio racional o demostrativo no se prescinde de la fe. «Lejos de intentar olvidar su fe en la palabra de Dios antes de afirmar su existencia, Tomás de Aquino la reafirma de la forma más enérgica. Y no hay nada de extraño en esto, puesto que el Dios, en cuyas palabras cree, es el mismo ser cuya existencia intenta demostrar su razón. La fe en la búsqueda del entendimiento es el lema común de todo teólogo cristiano y también del filósofo cristiano» Sin embargo, la fe no es un ingrediente de la demostración metafísica; y también, como señala Tomás de Aquino, cabe que alguien acepte por fe lo que de suyo es demostrable y cognoscible, por ejemplo porque no entiende la demostración. 2. EL PROCESO DE LA DEMOSTRACIÓN A. La vía de acceso a la demostración de Dios. se trata de pruebas o argumentos metafísicos, y no de argumentos científico positivos. No puede olvidarse que la metafísica es ciencia, y ciencia suprema; si la ciencia es un conocimiento por causas, el título de ciencia compete de modo eminente a la metafísica, sabiduría máxima en el orden racional. «Esta demostración, más rigurosa y cierta en sí que las demostraciones empíricas, será, sin embargo, más difícilmente asequible para nosotros... Según nota Aristóteles, las realidades sensibles son más difícilmente cognoscibles en sí por ser materiales e inestables (la materia repugna a la inteligibilidad que exige hacer abstracción de la misma), pero son más fácilmente cognoscibles para nosotros, porque son objeto de intuición sensible y porque nuestras ideas vienen de los sentidos. Las verdades metafísicas y las realidades puramente inteligibles, a pesar de ser más fácilmente cognoscibles en sí son más difíciles de conocer para nosotros porque la intuición sensible no las alcanza» Sin embargo, una demostración metafísica puede partir de la experiencia, si bien su conclusión no es nunca experimentable. Todo conocimiento comienza por la experiencia, también el metafísico; una demostración metafísica a posteriori deberá partir de lo físico, aunque tomando esto bajo una formalidad metafísica. La inteligencia humana puede alcanzar la formalidad metafísica en lo materialmente físico. Intuición y abstracción son los dos procedimientos noéticos que han sido recorridos históricamente como vías de acceso al conocimiento metafísico en general, y la demostración de Dios en particular. La intuición, proclamada por Ockham y seguida por la filosofía moderna quiere convertirse en el único modo posible de conocimiento, que además se aplica sólo sobre sujetos individuales, singulares; aplicado a Dios, es paradigmática la postura de Descartes: se trata del conocimiento intuitivo del ser singular que es Dios, que según él es posible porque la intuición de Dios se nos da en la idea que de él tenemos (el conocimiento de la esencia divina sería previo al conocimiento de que existe). Olvida algo que, con verdad indicó Santo Tomás: en la averiguación de cualquier cosa, primero es la cuestión que versa sobre la existencia, y después la que se refiere a la esencia: quaestio ‘quid est’ sequitur ad quaestionem an est. Además, como Dios no es objeto de intuición, Descartes debe apelar a una idea que representa su esencia, lo cual es presuponer que existe Dios. Es necesario partir de las cosas, que se nos mostrarán efectuadas y por tanto causadas, y con la aplicación de la abstracción. Es preciso a veces señalar lo obvio. En este caso, lo obvio es que la inteligencia humana tiene el poder de sobrepasar lo sensible. La inteligencia humana puede acceder a las verdades más altas y separadas de lo sensible; cometido de la gnoseología es precisamente la discusión contra los que niegan el evidente valor metafísico de la inteligencia humana, la cual, como ya se señaló contra el agnosticismo, no está encerrada en los fenómenos sensibles; además, negar que la inteligencia pueda superar lo sensible en el fondo es negar la inteligencia, porque cada facultad se especifica por su objeto formal; y el objeto formal de los sentidos son los sensibles correspondientes, y el de la inteligencia (intus legere) es lo inteligible en cuanto tal. Fabro ha sintetizado acertadamente el tema del valor metafísico de la inteligencia humana, en lo que respecta a la vía de acceso para la solución especulativa de la existencia de Dios, en estos tres puntos: «a) La aceptación de la existencia del mundo externo, esto es, de la naturaleza y de los otros hombres: sin ella el sujeto no se distingue del objeto, el hombre de la naturaleza, sino que la conciencia vive en el caos. b) La conciencia del propio yo como realidad compleja de alma y cuerpo y, sobre todo, como núcleo personal que debe orientarse en el ser y en la vida: sin la conciencia de la propia personalidad no surge ningún interés, ni problema, y mucho menos el de Dios. c) La convicción de la validez u objetividad del conocer y de su capacidad, por tanto, de avanzar con la experiencia y la reflexión hasta poder pasar de las apariencias a las esencias, de las partes al todo, de los efectos a las causas y viceversa. Todo hombre se encuentra en esa persuasión: las dudas sobre estos puntos son extravagancias de la sofística» B. Los elementos integrantes de las vías Las vías expuestas por Santo Tomás tienen una estructura parecida. Hay en ellas cuatro elementos: A) El punto de partida. B) La aplicación de la causalidad al punto de partida. C) La imposibilidad de proceder al infinito en la serie de las causas. D) El término final: necesidad de la existencia de Dios. Es preciso entender bien esos elementos; el más importante de ellos es el segundo, pues la causalidad se constituye como el fundamento en que descansa el proceso de la demostración. A) Un punto de partida, que debe ser una cosa conocida empíricamente, un hecho de experiencia, considerado en un plano metafísico. «De que el punto de partida haya de ser siempre un hecho de experiencia no se sigue que la demostración sea por eso experimental o física. El punto de partida debe estar, desde luego, colocado en la experiencia, pero el punto de partida no debe ser experimental, sino metafísico. O de otra manera: el punto de partida ha de ser alcanzado en la experiencia (pues sólo en ésta nos es dada inmediatamente la existencia de algo) pero el punto de partida no debe tomarse en cuanto dado en la experiencia, sino en una consideración metafísica, que prescinda de la experiencia. Así, por ejemplo, es un punto de partida para demostrar la existencia de Dios un ser que se mueve, cuya existencia conste al sentido, pero no se ha de considerar a ese ser en cuanto es dado aquí y ahora en la experiencia sino en cuanto es ser y es móvil, y por ende, causado. De este modo, las demostraciones de la existencia de Dios, aunque tomen su punto de partida en la experiencia, no son experimentales o físicas, sino rigurosamente metafísicas». El punto de partida, encontrado en el orden experimental, plantea la consideración de entes limitados, imperfectos, mudables, etc. Estos puntos de partida en cada una de las vías son los siguientes: 1.º) Las criaturas se mueven: experiencia del movimiento. 2.º) Las criaturas obran: experiencia de la causalidad eficiente. 3.º) Las criaturas no son necesarias por sí mismas: diversos grados de no necesidad. 4.º) Las criaturas son más o menos perfectas: grados de perfección. 5.º) Las criaturas están finalizadas: experiencia del orden del universo. B) Aplicación de la causalidad al punto de partida. En congruencia con los distintos puntos de partida, se expresa en cada vía como sigue: l.º) Todo lo que se mueve se mueve por otro. 2.º) Toda causa subordinada es causada por otra, o mejor, es imposible que algo sea causa eficiente de sí mismo. 3.º) El ser contingente es causado por un ser necesario. 4.º) Toda perfección graduada es participada (y por tanto causada). 5.º) La ordenación a un fin es causada. Los entes de los que partimos se muestran como efectos; ahora bien, como señala Tomás de Aquino, «como los efectos dependen de su causa, puesto el efecto es necesario que la causa preexista»; por ello, de cualquier efecto puede demostrarse la causa propia de su ser. No hay efectos absolutos, absueltos o desligados; todo efecto presupone una causa, de la que depende en su ser. La causalidad tiene valor ontológico; no es percibida por los sentidos, pero sí «inteligida», es decir, entendida por la inteligencia. Puede «entenderse», y se entiende de hecho, que la causa es lo que influye el ser (causa est quod influit esse), contra el fenomenismo de Hume y la peculiar doctrina de la causalidad kantiana, ya registrada y criticada en temas anteriores, que todo lo que llega a la existencia tiene necesidad de una causa eficiente, que cualquier efecto no tiene en sí la razón de su ser, sino en su causa. ¿Cómo es posible aplicar la causalidad a Dios? Si Dios una vez demostrado, se nos patentiza como ser infinito, eterno, inmutable, etc., ¿cómo una causa infinita, eterna e inmutable, puede producir, efectuar, causar efectos finitos, temporales o mutables? La causalidad en cuanto tal no dice de suyo imperfección; por eso puede ser aplicada a Dios; además entre la causa y el efecto no hay una interdependencia, una correspondencia biunívoca, una relación mutua; lo necesario es que el efecto siempre dice una dependencia de la causa, pero la inversa no es necesaria, como pensaba Kant. Es éste un tema capital de la teodicea, que tiene sus puntos de aplicación, como veremos, en la trascendencia de Dios (suprema excedencia del Ser Divino) y en la relación de creación (no hay relación real de Dios a las criaturas por el hecho de haberlas creado, causado: Dios no es relativo o dependiente de nada; mientras que las criaturas, por ser efectos, dependen de Dios: mantienen con el Absoluto una relación real). No existen efectos absolutos, pero sí puede haber una causa absoluta. En el proceso argumentativo de las vías se parte del efecto para llegar a la causa. La línea del proceso argumentativo debe ir del efecto propio a la causa propia. Si se pretende que la argumentación sea concluyente es preciso tener en cuenta que la causa por la que nos preguntamos es la causa propia del ser del efecto del que partimos. Causa propia es aquella que primo et per se, inmediatamente y por sí misma, puede producir un efecto determinado, y de la que en último término, e inmediatamente, depende el efecto. No se trata, por tanto, de una causa cualquiera, o de otra causa que también sea previa para la realización del efecto, o de una causa accidental. C) Como corolario del principio anterior, algunas vías presentan el paso de la imposibilidad de proceder al infinito en la serie de las causas; en concreto, las tres primeras. Aunque en la exposición de la cuarta y la quinta no se formule ese elemento común a las otras pruebas, puede fácilmente formularse sin violentar los textos tomistas. Sin embargo, como veremos, ese paso no es estrictamente necesario en la cuarta vía, vía metafísica por excelencia, ya que la serie entera de participantes y participados ha quedado incluido en el mismo punto de partida. Expliquemos someramente qué significa la imposibilidad del proceso al infinito en la serie de las causas. Con palabras de García López, «cuando se pretende, en efecto demostrar la existencia de Dios a partir de algún efecto que senos manifiesta en el ámbito de nuestra experiencia, empezamos por establecer que un efecto tal ha de tener necesariamente una causa, pero como esta causa puede ser segunda y nosotros lo que pretendemos es llegar a la causa primera hemos de seguir preguntando por la causa de esa causa segunda, la cual si también es segunda o causada, exigirá otra causa, y así sucesivamente. Ahora bien, no es posible, decimos, proceder al infinito en esta serie de causas subordinadas, sino que hemos de llegar necesariamente a una causa primera incausada» . La búsqueda y consecución de la causa propia del efecto que se toma como punto de partida, únicamente puede tener valor si en la serie de las causas subordinadas en orden a la producción del efecto no cabe un proceso al infinito. La serie de las causas no puede ser infinita, es decir, no es posible que toda causa sea causada; en el fondo, sería lo mismo que afirmar que es posible un efecto sin causa alguna. Si se supone, como señala Brentano, «que el efecto procede de una serie infinita de causas, sin ninguna que sea la primera, resultaría evidentemente necesario, aunque hubiésemos suprimido todas las causas segundas, que aún quedase un fundamento explicativo del efecto resultante de la serie. Mas si no quedase absolutamente ninguna causa, el efecto podría explicarse igualmente bien sin necesidad de causa alguna. Dicho de otra forma: quien admite que un efecto puede deberse a una serie infinita de causas segundas, sin necesidad de una causa primera, ha de aceptar también que un efecto es posible sin ninguna causa. Pensemos, para aclararlo, en el ejemplo siguiente. Una argolla cuelga de otra y ésta, a su vez, de un gancho hincado en el techo de una habitación. ¿Habrá quien crea que puede suprimirse el gancho, sustituyéndolo por el sistema consistente en que la primera argolla cuelgue de una segunda, la segunda, a su vez, de una tercera, y así in infinitum? Sería algo tan ilusorio como la forma en que los indios explicaban la quietud de la tierra en el espacio cósmico y que consistía en suponer que nuestro planeta está soportado por cuatro elefantes, cada uno de los cuales es mantenido, a su vez, por otros cuatro, y así indefinidamente» Una distinción importante es aquí necesaria. En las vías se trata de la imposibilidad de un proceso in infinitum de causas esencialmente subordinadas en el presente (causas subordinadas son aquellas que constituyen una serie en orden a la obtención de un efecto) y no de causas accidentalmente subordinadas en el pasado. «Entendemos por causas accidentalmente subordinadas en el pasado aquéllas en las cuales no se exige la actuación en el presente de todas las causas para que se dé el efecto último. En esta serie de causas: el hijo, el padre, el abuelo, etc., no se necesita que actúen en el presente las causas anteriores para que exista el efecto último. Por el contrario, entendemos por causas esencialmente subordinadas en el presente aquéllas en las cuales es necesaria la actuación de todas ellas en el presente para que se dé el efecto último. En esta serie de causas: la piedra que se mueve, el bastón que mueve la piedra, la mano que mueve el bastón, etc., es absolutamente necesario que actúen en el momento presente todas las causas subordinadas para que se de el efecto último»95. Las causas accidentalmente subordinadas en el pasado tienen razón de causa particular, o causa autónoma, y pueden por ello, dice Tomás de Aquino, ser indefinidas. En último término, las causas accidentalmente subordinadas en el pasado dan únicamente razón del fieri del efecto, y lo que se trata de buscar es la causa del ser, y ésta únicamente se resuelve con la inquisición de las causas esencialmente subordinadas en el presente. Mientras las primeras dan razón de la causalidad predicamental, las segundas alcanzan la causalidad del esse, la causalidad trascendental. ¿Y qué se entiende por proceso al infinito? Es el recorrido sin fin de una serie de pasos a partir del efecto que consideramos. Hay también que tener presente aquí que el infinito de que se trata en las vías es un infinito metafísico (serie de causas de efectos reales metafísicamente considerados) y no un infinito matemático (que tiene un valor puramente lógico y formal) ni un infinito físico, en el que las causas son unívocas y explican, en todo caso, el fieri del efecto. He aquí dos textos, uno de Santo Tomás y otro de Aristóteles que ponen de manifiesto que si se diese un proceso al infinito en la serie de las causas eficientes (esencialmente subordinadas en el presente) en orden a la producción de un efecto, no habría una causa primera: «En todas las causas eficientes ordenadas, lo primero es causa del medio, y lo medio de lo último, ya sea tan sólo un medio, ya sean varios. Luego, quitando lo primero, el medio no podrá ser causa. Y si se procediese indefinidamente en las causas eficientes, ninguna sería causa primera. Luego desaparecen todas aquellas que son medios. Lo cual es, sin embargo, manifiestamente falso» «Para las cosas intermedias que tienen un término último y otro anterior, necesariamente será el anterior causa de los que le siguen. Pues si tuviéramos que decir cuál de los tres términos es causa, diríamos que el primero; no, ciertamente, el último, porque el término final no es causa de nada. Y tampoco el intermedio, pues sólo es causa de uno (y nada importa que el término intermedio sea uno o más de uno, ni que sean infinitos en número o finitos). Pues de los infinitos de este modo y de lo infinito en general todas las partes son igualmente intermedias hasta el presente. De suerte que, si no hay un término primero, no hay en absoluto ninguna causa» Prolongar la serie de las causas no es más que alargar el problema. Si no hubiera una primera causa, no habría causas intermedias, ni efecto, ni nada. D) El término de las vías La conclusión de cada una de las vías es la necesaria existencia de Dios: a) primer motor inmóvil (1.ª vía), b) causa eficiente incausada (2.ª), c) necesario no por otro (3.ª), d) ser por esencia (4.ª), e) primera inteligencia ordenadora (5.ª). |
AUTORJADER JOSE IBARRA Archives
September 2019
Categories |